No todo es crítica en este rincón de la internet. También hay aplauso y hoy se les invita a disfrutar con un verdadero alarde de tecnología literaria. La historia de cómo cayó en mis manos podría servir a cualquier místico abnegado y conformista para justificar la existencia del destino, entendiendo este como un sistema que subyace a la naturaleza y al universo y que explicaría su funcionamiento.
Hace, más o menos, unos dos años y cinco meses conocí a una chica argentina en una fiesta. Moví cielo y tierra para hacerla coincidir conmigo y, no sé muy bien cómo, logré reunir el suficiente valor para morrearla. No sé muy bien cómo, me correspondió. Ella era hermosa e inteligente, pero por motivos que nunca llegué a saber –además de que seguía enamorada de su novio de toda la vida–, como al mes y pico o dos meses, decidió que lo más conveniente para los dos era dejar de salir. Por supuesto, el problema era de ella, y no mío.
Eso dijo.
Cuando la concocí, acababa de salir de una relación quincenal con un bala perdida de Buenos Aires que de pronto se largó a Holanda. No sé si el destino era casual; Agustín no podía vivir sin una dosis de cannabis galopando por sus venas. A pesar de esto, según me contaba ella, se trataba de un tipo de esos que todo el tiempo están dándole vueltas al coco, filosofando, revoloteando el cerebro.
Y también escribiendo y dibujando en una libreta lo que se le iba pasando por la mente. Ella siempre me dijo que quedó impresionada con el talento espontáneo de Agustín. Y, para hablarme de sí misma, a los días de empezar a salir, la jovencita argentina me mandó por e-mail un texto que había escrito él, presuntamente. Me dijo a través del Messenger: léelo y cuando termines me avisas. Quedé vivamente impresionado y comenté:
- Ya lo he leído.
- Yo soy como dice el texto –respondió ella.
Todo me quedó más claro. Pero, ya desnudado el destino, ¿por qué no sincerarme un poco más? Quedé, lo digo muy en serio, epatado por la brillantez del texto y, sobre todo, por la juventud de quien lo había escrito –Agustín tendría unos 19 años–. Es una tentativa relumbrante, deliciosa, virtuosa, colorida, original, sorprendente, puramente literaria. En todo caso, me he permitido la licencia de suponer que les deslumbrará cada una de las frases de que se compone, ya que son, a mi juicio, como astros incandescentes. Antes de que lo lean, me gustaría disculpar en cierta medida el dialecto argentino, aunque sospecho que todas las palabras son de conocimiento común. El texto ha sido transcrito tal cual llegó a mis manos, salvo algunos pocos errores ortográficos sin importancia* que ya han sido debidamente suprimidos. Disfruten.
“Uno generalmente habla de cuán complicadas son las mujeres. Creo que nunca me cansaría de escribir sobre eso, ni me quejo porque lo hago; ¿cuántas veces parpadeo por día? Lo único que hago escribiendo es mejorar mi caligrafía: no escribo textos, no escribo ensayos, por eso mismo tengo un cuaderno. Porque no me gusta escribir apuntes... Eso cuando lo relees no tiene gracia.
Me gusta dibujar también siempre boludeces.
Mi letra. Mi letra. Qué estupidez.
Comenzemos el texto acá. ¡No! No, no lo hagas, ¿estás loco? No viajes, no es el futuro. Apostemos, no hay nadie que pueda vivir viajando toda su vida. Eso, vivir viajando (cuántas comas).
Escribo nada más para tomar café y pasar el rato. No escribas con coma porque esto no es un diario íntimo. Luego se pierde, y ¿qué? Ya me cansé de escribir y al rato me arrepiento otra vez volviendo a sacar el cuaderno y ya no escribo más con comas pero sí con muchas "y".
Comenzemos el texto y pensemos: ¿Qué es eso del café con hielo? No puedo creerlo, ¡tenés agua para el mate! Y sí, volvieron las comas para quedarse.
Erradiquemos los puntos apartes, destruyamos los polinomios. ¡Oh! Pero qué interesante es hablar sin decir nada; la mejor manera de marear y dejar satisfecho al lector. ¿Usted no fuma mucho? Así comienza el texto al escribir todo lo que pienso sin siquiera pensarlo (lo pensé).
Ahora viene la línea divisoria que termina el texto. Mentira.”
* Solamente he conservado la “z” de “comenzemos” por reiteración, quizá intencionada, en el texto. Su grafía correcta sería “comencemos”.