miércoles, 26 de marzo de 2008

El sempiterno declive de la razón

El logos por los logos




La entrada inaugural de esta aventura que tiene por nombre ‘Movimiento 31’ aludía con justicia al vocablo griego logos (λóγος), que viene a significar “discurso”, “palabra”, “ciencia” y “razón”. El logos fue un ensueño que despertó del sueño de la mitología. Mas, ¡por Zeus! Las ilusiones de los filósofos griegos, lamentablemente, se han diluido como azúcar en la piscina monetaria de la realidad, en el populoso océano Internet. Si buscamos a través del explorador Google la palabra logos, tanto los cuatro primeros resultados como los siete enlaces patrocinados remiten a páginas en las que figuran diseños o dibujos de marcas, de firmas o de empresas. Es decir, remiten a logos de “pegatina”. Estos no figuran ni siquiera en el Diccionario de la Real Academia Española –DRAE– y es en el duodécimo resultado donde podemos encontrar la palabra en su sentido helénico y original. Por supuesto, se trata de una entrada de Wikipedia.

Esto era previsible, sí, pero estoy convencido de que no deja de ser triste. O, cuanto menos, decepcionante.

El hecho es que lo económico prima sobre la ciencia o la cultura, puesto que ambas son lujos ulteriores a la necesidad. Lo primero es lo primero: ¡Jerarquía de prioridades! Interiorícenlo bien: ¡Jerarquía de prioridades! La historia puede ilustrar de tantas maneras el sacrificio necesario de unos en beneficio del status de otros que uno se pierde cuando llega el momento de escoger. Maldita jerarquía de prioridades. En la playa de Maratón diez mil atenienses se lanzaron a muerte contra treinta mil persas por la libertad de Grecia. Jesucristo se dejó morir por el hombre, para el hombre. Guzmán el Bueno aceptó la muerte de su hijo para no ceder Tarifa a los benimerines. Los anglosajones desterraron el nazismo con cientos de miles de víctimas. Sin embargo, fue necesario.

En Grecia, primero estaban los esclavos –la injusticia– y luego vino el lujo del pensamiento y de la ciencia –perseguidoras de la justicia–. Cuando el ocio de los ricos con esclavos se hacía intolerable, había que ocupar el tiempo de alguna forma, aunque fuera en cábalas y sesudas quimeras. Hace falta ser hipócrita.

O cínico, que es peor.

Pero tengan la cortesía de permitirme retomar uno de los flecos del comienzo: lo monetario, las monedas. Es honesto decir que esta nueva entrada de ‘movimiento 31’ descubre caras, pero también cruces. En el punto en que las aspiraciones de los miembros de una sociedad persiguen una mejora económica, quienes la logran hasta la holgura intentan lavar su conciencia con el mecenazgo privado u otra suerte de filantropía. El sueco Alfred Nobel (1833-1896) amasó una gran fortuna al comercializar su deletéreo descubrimiento, el trinitrotolueno, un compuesto conocido comúnmente como dinamita o TNT. Al final, destinó todo su capital a la Fundación Nobel (1900), que aún premia a las personas que más hacen en beneficio de la humanidad... a menos que ostenten una ideología de corte conservador, verbigracia Jorge Luis Borges.

Pero lo irónico del caso estriba en que, después de todo, el mecenazgo privado se erige como la fórmula más efectiva. El propietario afroamericano de una discográfica estadounidense, que se hizo rico y famoso editando discos de rap, afirmó ante la prensa lo siguiente: “no se ayuda a los pobres con las migajas de un sueldo, sino con el millón de dólares de un rico”. Esa es la cantidad que cada año dona a organizaciones contra la pobreza este empresario negro –lamento no recordar su nombre–.

Internet es también una moneda. ¿Su cara? Proponer la libertad absoluta a quien navega en sus aguas, porque escapan a cualquier control. Por eso mismo es un gran cauce de capital. Y por eso mismo supuso el jaque mate del comunismo práctico y de los gobiernos que tutelan como padres a cada uno de sus súbditos.


martes, 4 de marzo de 2008

Pluma sin facciones


No todo es crítica en este rincón de la internet. También hay aplauso y hoy se les invita a disfrutar con un verdadero alarde de tecnología literaria. La historia de cómo cayó en mis manos podría servir a cualquier místico abnegado y conformista para justificar la existencia del destino, entendiendo este como un sistema que subyace a la naturaleza y al universo y que explicaría su funcionamiento.

Hace, más o menos, unos dos años y cinco meses conocí a una chica argentina en una fiesta. Moví cielo y tierra para hacerla coincidir conmigo y, no sé muy bien cómo, logré reunir el suficiente valor para morrearla. No sé muy bien cómo, me correspondió. Ella era hermosa e inteligente, pero por motivos que nunca llegué a saber –además de que seguía enamorada de su novio de toda la vida–, como al mes y pico o dos meses, decidió que lo más conveniente para los dos era dejar de salir. Por supuesto, el problema era de ella, y no mío.

Eso dijo.

Cuando la concocí, acababa de salir de una relación quincenal con un bala perdida de Buenos Aires que de pronto se largó a Holanda. No sé si el destino era casual; Agustín no podía vivir sin una dosis de cannabis galopando por sus venas. A pesar de esto, según me contaba ella, se trataba de un tipo de esos que todo el tiempo están dándole vueltas al coco, filosofando, revoloteando el cerebro.

Y también escribiendo y dibujando en una libreta lo que se le iba pasando por la mente. Ella siempre me dijo que quedó impresionada con el talento espontáneo de Agustín. Y, para hablarme de sí misma, a los días de empezar a salir, la jovencita argentina me mandó por e-mail un texto que había escrito él, presuntamente. Me dijo a través del Messenger: léelo y cuando termines me avisas. Quedé vivamente impresionado y comenté:

- Ya lo he leído.

- Yo soy como dice el texto –respondió ella.

Todo me quedó más claro. Pero, ya desnudado el destino, ¿por qué no sincerarme un poco más? Quedé, lo digo muy en serio, epatado por la brillantez del texto y, sobre todo, por la juventud de quien lo había escrito –Agustín tendría unos 19 años–. Es una tentativa relumbrante, deliciosa, virtuosa, colorida, original, sorprendente, puramente literaria. En todo caso, me he permitido la licencia de suponer que les deslumbrará cada una de las frases de que se compone, ya que son, a mi juicio, como astros incandescentes. Antes de que lo lean, me gustaría disculpar en cierta medida el dialecto argentino, aunque sospecho que todas las palabras son de conocimiento común. El texto ha sido transcrito tal cual llegó a mis manos, salvo algunos pocos errores ortográficos sin importancia* que ya han sido debidamente suprimidos. Disfruten.


Uno generalmente habla de cuán complicadas son las mujeres. Creo que nunca me cansaría de escribir sobre eso, ni me quejo porque lo hago; ¿cuántas veces parpadeo por día? Lo único que hago escribiendo es mejorar mi caligrafía: no escribo textos, no escribo ensayos, por eso mismo tengo un cuaderno. Porque no me gusta escribir apuntes... Eso cuando lo relees no tiene gracia.

Me gusta dibujar también siempre boludeces.

Mi letra. Mi letra. Qué estupidez.

Comenzemos el texto acá. ¡No! No, no lo hagas, ¿estás loco? No viajes, no es el futuro. Apostemos, no hay nadie que pueda vivir viajando toda su vida. Eso, vivir viajando (cuántas comas).

Escribo nada más para tomar café y pasar el rato. No escribas con coma porque esto no es un diario íntimo. Luego se pierde, y ¿qué? Ya me cansé de escribir y al rato me arrepiento otra vez volviendo a sacar el cuaderno y ya no escribo más con comas pero sí con muchas "y".

Comenzemos el texto y pensemos: ¿Qué es eso del café con hielo? No puedo creerlo, ¡tenés agua para el mate! Y sí, volvieron las comas para quedarse.

Erradiquemos los puntos apartes, destruyamos los polinomios. ¡Oh! Pero qué interesante es hablar sin decir nada; la mejor manera de marear y dejar satisfecho al lector. ¿Usted no fuma mucho? Así comienza el texto al escribir todo lo que pienso sin siquiera pensarlo (lo pensé).

Ahora viene la línea divisoria que termina el texto. Mentira.


* Solamente he conservado la “z” de “comenzemos” por reiteración, quizá intencionada, en el texto. Su grafía correcta sería “comencemos”.